sábado, 30 de enero de 2016

El duelo

Hoy me encuentro en un camino que debía enfrentar hace mucho tiempo. Me encuentro en un paraje desolado, bajo un inmisericorde sol que quema incesantemente mi piel y asfixia mis pulmones. Al transcurrir un tiempo de larga e impaciente espera, logré divisar en el horizonte aquella persona a la cual yo esperaba. Faltando cien pasos para llegar hasta mí, se detuvo. Estaba vestido de negro, en su cintura yacía el brillo del metal al cual todo hombre teme, porque en cada silbido que expide su boca, puede irse tu alma. Pero eso a estas alturas del camino ya no me importaba, porque yo estaba allí para enfrentarlo.

En el ambiente sólo se percibía un calor infernal y un silencio aterrador, un silencio que sólo se siente antes que dos titanes midan sus fuerzas, un silencio en el cual puedes hasta escuchar las palpitaciones de tu adversario. Justo en ese instante sentí como el efecto de un torrente de adrenalina generaba una especie de descarga eléctrica que comenzó desde mis pies y subió hasta alcanzar mi corazón y mi cabeza, casi logrando que por un momento desviara mi profunda mirada de sus ojos, ojos en los que escudriñé hasta que conseguí alcanzar su alma y descubrí que al igual que yo, él padecía una pena y estaba consumido por el miedo, ese miedo que sólo hace mella en aquellos que saben que van a morir. Mis manos estaban inmóviles, porque a mi pesar, también sabía que podía ser mi momento de tocar las puertas del cielo.


Por fin llegó el momento y sin pensarlo más de una vez, mi mano desenfundó y descargó dos llamaradas de ese fuego interno que me consumía, que me carcomía. Pocos segundos después, vi como cuerpo se desplomaba y caía tendido en aquellas polvorientas tierras de nadie, aquellas tierras donde los más valientes han caído perdiendo su honor, su fe, su amor, su vida.

La alegría corría por mis venas, como un río sin cauce, desbocado como un corcel negro bajo una hermosa e inmensa luna llena y mi rostro se iluminó y el espacio fue llenado por mi estruendosa y disonante risa. Pero dicha alegría se esfumó cuando sentí entrar en mi cuerpo una bocanada de humo, un humo que me embargaba los sentidos. Comencé a sentir como mis pulmones además de asfixiados por el calor, pedían clemencia para vivir. Sentí como el humo me iba generando náuseas y mi cabeza comenzaba a dar infinidades de vueltas sin parar. 

Sin poder evitarlo, comenzaron a aparecer imágenes que me impresionaban tanto como el ver el útero de mi madre y sentir sus palpitaciones retumbando en mis oídos. Vi como mi niñez pasaba frente de mí, como morían mis seres queridos, como el mundo se descomponía y simplemente se iba por un caño, como se destruían unos a otros y sentí que mi odio y mi amor chocaban formando un gran destello que fragmentaba mi vida y como el estruendo de la explosión estremecía mis entrañas. Vi como crecía una inmensa masa incandescente que arrasaba las esperanzas e ilusiones; con estas el alma de aquellas personas que vivían de ellas. 

Sentía como todas estas visiones iban y venían y como poco a poco me iban enloqueciendo, hasta que llegaste tú y me extendiste tu blanca, delicada y hermosa mano. Por un momento llegué a pensar que todo era un amargo sueño, pero fue un intenso dolor el que me hizo volver a la realidad. Sentí como el destino tiraba de mi alma y como con cada tirón se iba escurriendo tu amor entre mis dedos.

Con el último esfuerzo que pude sacar de mi ser, caminé hasta aquel cuerpo tendido, que pertenecía a aquel ser que me había asechado tanto tiempo, infundiéndome un terrible miedo a perderte. Cuando llegué a él, logré ver que de sus ojos brotaban amargas lágrimas de sangre, sangré que olía a ti y en medio de aquel mar de sangre, con sus últimos suspiros logró decirme:


-Conseguiste que mis manos no pudieran tocarlas más, que mis ojos no pudieran contemplarla más, que mis labios no pudieran besarla más; pero lo que no sabes es que con mi alma se va ella.


Sentí como un zarpazo feroz desgarraba mi amor, mi odio, mi todo. Ya mis fuerzas se habían consumido como el cigarrillo que alguna vez me acompañó. Vi como su alma abandonó su cuerpo; pero lo que no vi fue como la mía lo hacía del mío. 


Caí sobre aquel cuerpo inerte, hasta que el ardiente e inclemente sol fue evaporando mis alegrías y mis más profundas emociones y fue dejándome sumido en una absoluta oscuridad, en la cual entendí que estaba solo en aquellas tierras de nadie y que estaba muriendo de y por amor.



Mi último deseo antes de morir es que me recuerdes alguna vez en tu vida como el hombre que más te amó y que por ese mismo amor fue capaz de morir desolado, en la inmensidad del horizonte, cara a cara con su rival y desangrado por una bala que le partió el corazón.





24/03/96



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